En estos momentos, en que mi nueva situación y mi nueva identidad me lo permiten, puedo contar lo poco que sé de Sakhr El-Genni, como se hacía llamar él mismo, uno de los terroristas menos buscados por los países en guerra contra el terrorismo, pero tan peligroso y letal como Osama Bin Laden.
Para que el lector tenga una perspectiva completa sobre mis actitudes y actividades anteriores, es necesario revelar mi posición de ex agente secreto de la inteligencia europea, con esto de ninguna manera trato de justificar mis actos, pero eso explica en parte mi actuar.
Conocí a Sakhr El-Genni una mañana de julio del 2002 en una cantina de la Franja de Gaza. Alto y corpulento, sobresalía entre la gente, bajo el vendaval de un ventilador hablaba sobre unos versos del Profeta, tan cansada era su voz, y el calor tan intenso que las palabras parecían derretirse al salir de sus gruesos labios, los que trataban de oírlo se adormecían sin remedio, aún así no perdía la capacidad para atraer a la gente y provocar una sensación de admiración. Estoy seguro que nadie oyó lo que decía, pero después escuché a algunos que ni siquiera se encontraban presentes, como yo estuve, que Abbu al-Hassán –como era conocido entonces–, justo antes de la explosión recitaba aquellos versos del Profeta que dicen: “Hemos creado al hombre con arcilla fina; luego lo hemos hecho de una gota de esperma un coágulo de sangre, y luego del coágulo de sangre un pedazo de carne; en seguida hemos convertido este pedazo de carne, y en seguida lo hemos expuesto a la luz del día cual otra creación. Bendito sea Dios, el más hábil de los creadores. Después de haber sido creados, moriréis.” El infernal estruendo derribó el muro a sus espaldas y lo sacó volando hasta la banqueta de enfrente, donde –contaban después, a mí no me consta– se puso de pie como si nada hubiera sucedido y continuó: “Y en seguida seréis resucitados el día de la resurrección.” Yo perdí el conocimiento y no desperté hasta el día siguiente en el hospital. Éramos veintidós personas en la cantina cuando impactó el misil, la mitad murió, otros tantos sufrieron amputaciones, sólo Abbu al-Hassán y yo salimos sin un solo hueso roto.
Él fue el que hizo el primer contacto, cuando convalecía en el hospital me visitó. Me sorprendió la magnitud de sus proporciones, desde la cama se veía mucho más alto, y tan ancho como dos personas, con una carota redonda y ennegrecida de la que emanaba una enorme nariz llena de bello que se enredaba con su tupido mostacho y barba. Hablamos sobre la situación en la Franja, sobre los israelitas y Estados Unidos, sobre la OLP y Hamas, sobre Al Qaeda y la Yihad, sobre fútbol y mujeres en almanaques. Antes de marcharse me confió el motivo de su visita: “Alá me ha encomendado visitarte, aún no sé por qué, ni logro comprender el plan divino, pero tarde o temprano volveremos a encontrarnos.” Eso sucedería tres años después.
Mi trabajo me llevó al mismo infierno. La visita a Bagdad se volvió inevitable. Llegué a finales del 2004 buscando infiltrarme en alguna de las células terroristas que masacraban a los ciudadanos de la legendaria urbe. Mi ascendencia árabe dictó la naturaleza de las misiones que me fueron asignadas.
A las pocas semanas de haber llegado a la boca del lobo, cuando sólo había tenido oportunidad de contactar a un par de agentes británicos –el lector debe de tener en cuenta que como agentes secretos lo que menos debemos de parecer es precisamente eso–, conocí a Ghaada ‘Abal, la bella sunní de quien me enamoré. Ella trabajaba como mucama en el hotel donde me hospedé mis primeros dos meses en la capital iraquí. Mantuvimos una relación como ninguna otra en mi vida, incluso –lo que nunca antes– pensé en dejar el servicio para vivir una vida matrimonial plena y alejada del peligro constante. Pero Dios y Ghaada ‘Abal tenían otros planes. Una trágica tarde, era enero del 2005, cuando soplaba ese viento fresco que acompaña al desierto en el invierno, descubrí horrorizado que Ghaada ‘Abal tenía un amante. Los vi caminando por los pasillos de un bazaar, luego introducirse a un hotel, primero él y ella tras él. Sentí que el mundo llegaba a su fin. El vértigo fue mucho más intenso que el de la batalla real. Vagué por Bagdad exponiéndome a su realidad, una aldea de seis millones de habitantes en ruinas, en guerra, vi ese día, como ningún otro, los cuerpos mutilados y quemados tras las explosiones. La sangre roja nueva y la ennegrecida con más tiempo. El llanto y las imploraciones, el miedo, el coraje, más fuego, más sangre, más mutilados, más muerte, nunca como ese día vi tanta mortandad en las calles de la antigua Babilonia.
A media noche rondaba la casa de Ghaada ‘Abal. Para entonces la confusión y el dolor habían dado paso a la ira, la había odiado intensamente las últimas horas, quería confrontarla. Desde la recepción de un hotel le hablé por teléfono, le dije que había explotado un autobomba frente a mi casa y no tenía a dónde ir, le pedí que me recibiera, pero me dijo que no podía, sus padres no lo aceptarían. Me quedé mirando el portón de su casa desde la esquina, acabándome la botella de vino barato que conseguí en el hotel. Tiré la botella vacía a la calle haciéndose añicos y rompiendo el silencio que reinaba a esas horas, cuando el silencio volvió a la noche oscura, escuché el rechinido del portón de la casa de Ghaada ‘Abal al abrirse, contuve el impulso de salir corriendo hacia allá, y me quedé escondido a la vuelta de la esquina. Salió Ghaada ‘Abal, y de las sombras de la bocacalle apareció una figura enorme. El corpulento hombre se acercó a ella. Mi indignación alcanzó niveles insospechados, pensar que me engañaba con más de un hombre me llenó de cólera ardiente. Algo discutían, susurraban, no oía lo que decían, la voz de él era un gruñido feroz, Ghaada ‘Abal alzó un poco la voz pero no distinguí sus palabras, parecía que iba a gritar, entonces el gigante hizo un movimiento rapidísimo que cercenó la cabeza de Ghaada ‘Abal, cayendo ésta primero y después su cuerpo. El hombre tomó la cabeza y comenzó a caminar hacia mí, el miedo me paralizó, un temor irracional que hizo inútil toda mi preparación no dejó que me moviera de aquella esquina oscura. Cuando se detuvo frente a mí reconocí a Abbu al-Hassán, tiró la cabeza de Ghaada ‘Abal a mis pies, luego sacó de alguna parte de su enorme humanidad la cabeza del amante y también me la tiró. El horror de esas cabezas fue mucho mayor al de los desmembrados de todos los días.
-Es una ramera –dijo con voz ronca Abbu al-Hassán. –Era mi mujer también –creí que me cortaría la cabeza. –Te dije que nos volveríamos a encontrar. Los caminos de Alá son sumamente sinuosos. Ambos compartimos la misma mujer y la misma traición. No pude dejar que me quitaras el gusto de matarlos yo.
Traté de argumentar una defensa, pero sólo pude balbucear:
-Yo no quería matarla…
-¿Y ese puñal para qué lo traes?
Efectivamente, el mango de un puñal se asomaba entre mis ropas, no recordaba haberlo puesto ahí, fue un acto inconsciente, no sabía qué hacía con él. Me tendió la mano y me incorporó, luego me envolvió con su gran brazo como envuelve la Fe al devoto y comenzó a caminar, llevándome así por las tinieblas de la mítica ciudad.
A partir de ese momento pasé a formar parte del grupo de Abbu al-Hassán. Era un grupo pequeño –yo sólo conocí a otros cuatro individuos aparte del mismo al-Hassán–, que luchaba bajo las órdenes de Alá, al menos eso era lo que decía el caudillo, quién se hacía llamar entonces Sakhr El-Genni. Mis compañeros, Abdul-Fattah, Abdul-Halim, Abdul-Rahman, Abdul-Ghaffar, el mismo Sakhr El-Genni y yo, bajo el nombre Kadin al-Hadif fuimos responsables de varios atentados que fueron atribuidos a la resistencia. Pero el plan –si es que lo hubo alguna vez– no era la resistencia, sino el terror en sí. Estábamos enfrascados en la misión de lograr la mayor destrucción con cada bombazo. Tuve varias veces la oportunidad de asesinar a Sakhr El-Genni, pero le debía muchas cosas, entre ellas mi vida; durante los preparativos de la primer misión, un comando estadounidense abrió fuego indiscriminadamente hacia nosotros, Sakhr El-Genni me cubrió con su cuerpo y las balas parecieron rebotar en sus espaldas, luego sacó una carga de sus ropas y la tiró a la tropa, haciéndola volar por los aires en pedazos; además, intuía que un poder mayor me lo impediría, yo mismo participé en la planeación de algunos atentados, varios centenares de almas a mi conciencia. Pero entonces no tenía tal. La bestial figura de El-Genni ejercía el control de mis acciones y emociones cual ángel rebelde ante el que lo sigue extraviado.
Fue una tarde negra, la ciudad más devastada que nunca, semidesierta –un doble desierto–, reunidos antes de una misión, Abdul-Fattah, Abdul-Halim y yo, Kadin al-Hadif, cuando Sakhr El-Genni nos habló, nos dijo:
-Fui cientos de miles de días amordazado, ya antes traje la buena nueva, la muerte más terrible, de ahora en adelante podremos pronunciar más allá del noveno nombre de Dios, hoy habremos de abrir de nueva cuenta la verja de Ijtihad, no habrá pescador que burle el destino, porque el destino es uno, dictado por Alá –yo conocía la historia del pescador y el efrit de Las mil y una noches, pero escuchar aquellas palabras a Sakhr El-Genni era cuando menos sugestivo. Luego comenzó a recitar los versos del poeta, y estas fueron sus palabras: –“¡Oh tu, que temes los embates del Destino, cálmate! ¿Ignoras que todo está en manos de Aquél que ha formado la Tierra? ¡Pues lo que está escrito, escrito está y no se borra jamás! ¡Y aquello que no está escrito, no debe temerse! ¡Oh Señor!, ¿podré pasar un solo día sin cantar tus alabanzas? ¿Para quién, si no, iba a reservar el maravilloso don de mi estilo rimado y de mi lengua de poeta? Cada nuevo obsequio que de tus manos recibo, ¡Oh Señor!, es más hermoso que el anterior y se anticipa a mis deseos. Por tanto, ¿cómo no cantar tu gloria, toda tu gloria, y alabarte en mi corazón y en público? ¡Pero debo confesar que jamás tendrán mis labios la elocuencia precisa ni mi pecho la necesaria fuerza para cantar y para llevar los beneficios de que me has colmado! ¡Tú, que dudas, confía tus asuntos en manos de Alá, el único sabio! ¡Y en cuanto lo hagas, tu corazón nada tendrá que temer por parte de los hombres! ¡Debes saber también que nada se hace a causa de tu voluntad, sino sólo por la voluntad del Sabio de los Sabios! ¡Por tanto, no desesperes jamás, y olvida todas las tristezas y todas las zozobras! ¿Ignoras que la inquietud destruye el corazón más fuerte? ¡Confiésalo todo! ¡Nuestros proyectos son solamente proyectos de esclavos impotentes ante el único Ordenador! ¡Síguele! ¡De este modo disfrutarás de una paz duradera!”
Ese día las explosiones acumularon más de doscientos muertos. Abdul-Fattah y Abdul-Halim murieron inmolados. Yo, Kadim al-Hadif fui arrestado por soldados españoles, revelé mi situación, y fui llevado a una base militar en la Gran Bretaña, ahí estuve ocho meses, hasta que recibí una nueva identidad y una nueva vida lejos de la guerra.
Hace unos meses, asistí como invitado a una ceremonia protocolaria donde había una comitiva estadounidense. Tuve la oportunidad, durante el banquete, de conocer al Coronel de la Fuerza Aérea Jason Salomon. Aunque el cambio era extraordinario, pude reconocer en sus acicaladas facciones, enorme nariz y monumentales proporciones el genio de Abbu al-Hassán, o Sakhr El-Genni, como se hacía llamar emulando al famoso efrit. Fue sólo un saludo cordial, no fuimos más allá del protocolo, pero estoy seguro que al-Hassán, como yo a él, me reconoció.
Sólo Dios conoce las cosas ocultas y no las revela a nadie. No tiene caso preguntarse quién era realmente Abbu al-Hassán, qué objetivo tenía y para qué actuó del modo en que lo hizo. Analizándolo como colega, puedo decir que su trabajo tenía todas las características de una operación tipo P2OG, el ahora famoso Grupo de Operaciones Preventivas y Proactivas de Washington, ese proyecto que combate el terrorismo desde dentro; lo mismo que él puede decir del mío.
Cuenta el Profeta que cuando Dios creó al hombre les ordenó a los ángeles que se prosternaran ante él adorándolo, pero Eblís se negó, Dios decidió castigar su desobediencia lapidándolo hasta el día de la retribución, entonces el ángel pidió una tregua hasta el día en que los hombres hayan resucitado, y Dios se la concedió, a lo que Eblís respondió: “Señor, puesto que tú me has circunvenido, tramaré complots contra ellos en la tierra y procuraré circunvenirles a todos, excepto a tus servidores sinceros.” Y Dios dijo: “Ese es precisamente el camino recto; pues tú no tienes ningún poder sobre mis servidores; no lo tendrás más que sobre aquellos que te sigan y se extravíen.”
Aunque me reconforta imaginármelo renegando los designios del señor, sea su nombre el que sea, Abbu al-Hassán, Sakhr El-Genni o el Coronel Jason Salomon, ángel, genio o humano, no podrá escapar nunca de lo que Dios ha escrito sobre él.