Armando Ramírez (D.F., 1952) ha sido guionista, reportero, conductor y realizador de series de televisión, jefe de información del programa Hoy en la Cultura del Canal 11, reportero, cronista de Imevisión, y patiño de Brozo, pero su principal trabajo ha sido en las letras, en la narrativa, la novela. De su obra literaria sobresalen títulos que han pasado a la historia de la tradición principalmente por el compromiso del autor para hacer una literatura que presente de forma explícita las situaciones y sentimientos de diversos personajes típicos-simbólicos de nuestra cultura, creando un universo, muy a la Comedia humana, donde se retrata a un ser –el mexicano-, que, o está perdido en la búsqueda de sí mismo, o se ha asumido tal como es y tal como son sus circunstancias de forma inconsciente, sin necesidad de plantearse una explicación. Títulos como Chin chin el teporocho, Quinceañera, Violación en Polanco, La noche de Califas, etcétera, nos presentan un mundo de arquetipos socioculturales donde la búsqueda por plasmar una identidad nacional ya no es como en las novelas decimonónicas, que buscaban la configuración de un nuevo orden social, sino como los estudios filosóficos y antropológicos contemporáneos, que más bien tratan de explicar la forma de la cultura mediante vigorosos e interesantísimos ejemplos.
El autor ha asumido también el compromiso de retratar con fidelidad el dialecto urbano, rescatando y resaltando, con clara influencia rulfiana, la poesía de la lengua vulgar, o la lengua misma como música simbólica de la condición en la sociedad del individuo y su grupo filial. La lengua como reflejo de la condición del individuo y la lengua como determinante a la hora de interactuar con el resto de la sociedad. Ramírez, como antropólogo del lenguaje, ha trabajado con una serie de novelas de tesis sobre el conflicto de lo mexicano, el complejo de la orfandad y la injusticia asumida. En Violación en Polanco nos encontramos con una metáfora de la conquista española siendo redimida no con el perdón, sino con la venganza, el único modo posible de librar el malestar histórico.
La casa de los ajolotes (2000) es otra novela de tesis sobre la misma preocupación con el conflicto de la identidad amorfa del mexicano, pero es una novela que trata de sintetizar el pensamiento filológico-antropológico contemporáneo sobre el mexicano histórico, ese que ve en los símbolos de lo mexicano un reflejo de su carácter universal.
La casa de los ajolotes narra el encuentro del hijo abandonado con su padre, el joven y humilde reportero cultural con el poderoso narcopolítico que lo lleva a un peligroso viaje de iniciación en lo más pútrido de la corrupción de las altas esferas del poder, es la continuación por otra parte, como se menciona en la contraportada de la primera edición, de un mito que define a los mexicanos, el del hijo Juan Preciado y el padre Pedro Páramo, aquí el reencuentro, como era de esperarse, no da luz ni explica nada de la condición del personaje como individuo, en cambio lo sumerge en un mar de dudas y vacilaciones que lo llevan a sumirse en un estado de total inconciencia sobre su condición, algo que ocurre gradualmente hasta el punto de confundirse y ocupar, deterministamente, el lugar que le heredó su padre, cometiendo sus mismos actos inmorales y corruptos, los mismos que nunca pensó que cometería. Ramírez muestra su tesis de forma tan explícita que cae, sin que demerite en nada al texto, en ese determinismo casi naturalista que se observa en la configuración de la imagen poética final, donde el hijo se posesiona del lugar del padre:
"Rasqué mi pecho a la altura de la cabeza del ajolote, se asomaba por entre los ropajes del sin rostro, te daba comezón el tatuaje, revisé mi credencial del partido, tu foto era la misma foto de la licencia para manejar. Tú. Yo corrí las cortinas. Di una profunda fumada al puro. La noche le pareció oscura por dentro. Tú encendiste las luces de mi casa." (p. 226)
José Agapito es el narrador de su historia, y es en esta historia oscura, en donde a través de su padre llega a conocer el verdadero origen de su vida, quién fue su verdadera madre, por dónde corre la línea de su destino, y su pertenencia a un lugar marcado por el pasado histórico. La narración tiene la forma de la novela negra, con una estructura fragmentada en varios tiempos-espacios donde la memoria del narrador juega un papel preponderante, así como el desdoblamiento que lleva a cabo. La trama se va hilando poco a poco, y poco a poco vamos descubriendo, junto con el narrador-personaje, lo que se esconde detrás del misterio. Un mosaico que abarca desde la Colonia hasta nuestros días, y que sirve para explicar un rasgo de su identidad, y con ella la de todo un pueblo.
En La casa de los ajolotes la conformación de una identidad nacional supone la congregación de ciertos símbolos de lo mexicano, con la conciencia de que estos símbolos son una imposición arbitraria y sin mucho peso en la realidad, pero que son los mismos símbolos que se manejan en las diferentes culturas occidentales, como lo prueban los estudios de C.G. Jung, es decir, los símbolos no configuran el perfil del mexicano, pero exponen el carácter universal de la necesidad del hombre por crear ciertas imágenes para interpretar su mundo. Estos símbolos, no están caducos ni pasados de moda por no corresponder a la realidad actual o a ninguna, simplemente atienden a la necesidad de nombrar lo no nombrado, y evidenciar así parte de la psique de la comunidad que está oculta de otra manera. El carácter nacional mexicano sólo tiene una existencia literaria y mitológica.
El ajolote es ese anfibio mexicanísimo, cuya misteriosa naturaleza dual (larva/salamandra) y su potencial reprimido de metamorfosis permiten que pueda ser usado como una figura para representar el carácter nacional mexicano y las estructuras de mediación política que oculta. No sé exactamente cuando empieza a usarse esta metáfora, pero ya Alfonso Reyes hablaba de que los mexicanos son los anfibios del mestizaje: soportan todos los pecados de la modernidad, pero aún viven inmersos en la Edad de Oro.
El ajolote es la larva de la salamandra, la cual tiene la capacidad de reproducirse y así evitar la metamorfosis, creando así una nueva especie. Roger Bartra hace su ensayo de la identidad del mexicano basándose en la metáfora del ajolote, en él dice: "Siempre me han fascinado las primeras palabras del ensayo de John Womack sobre Emiliano Zapata: Este es un libro acerca de unos campesinos que no querían cambiar y que, por eso mismo, hicieron una Revolución. Nunca imaginaron un destino tan singular. En esto los axolotes son igual que los campesinos de Morelos; su resistencia a metamorfosearse en salamandras los obliga a una maravillosa revolución: a reproducir infinitamente su larvario primitivismo. De esta forma se produce una súbita transición, y se crea una especie completamente nueva."[1]
La imagen del ajolote tiene la virtud de la dualidad contenida en su ser y no ser, en su configuración como otra especie, en el ajolote se dibuja el misterio del Otro, “de lo diferente, de lo extraño; pero se dibuja en su forma primitiva, larval, esquemática: por lo tanto, aterradora en su sencillez. El axolote es una metáfora viva de la soledad.”[2]
La creencia de que el desarrollo de un individuo resume la evolución de la especie encuentra su versión paralela en la idea de que las naciones -como las personas- pasan por un ciclo vital completo (infancia, juventud, madurez, vejez y muerte). Las ideas de Jung sobre el inconsciente colectivo y los arquetipos son también una expresión del paralelismo mencionado. Así, pues, podemos trabajar con los símbolos individuales como representantes de la totalidad de la colectividad.
La novela juega constantemente con estos símbolos, los cuales no dejan de ser, por otro lado, realidades, al menos en la forma en que son presentados. José Agapito-Juan Preciado-Telémaco, por una parte, y Sóstenes San Jasmeo-Pedro Péramo-Ulises por la otra, arquetipos universales que revelan al individuo como tal y como integrante de la comunidad universal. Al igual que las representaciones míticas de Joyce en su Ulises, y las de Rulfo en Pedro Páramo, las representaciones míticas de La casa de los ajolotes corresponden a tipos reales, los cuales tienen la capacidad de sintetizar todo su entorno, por el hecho de desenvolverse en él.
Otro mito con el cual se explica la conformación de la identidad simbólica del mexicano es el de la madre, la virgen y la prostituta, otro mito universal, que en la novela encuentra su equivalente en el personaje de la madre abnegada, engañada y abandonada de José Agapito y su otra madre, la desconocida, si acaso la verdadera, la bailarina puta que se aprovecha de su belleza para recibir favores del preciso. Así mismo se halla aquí la semilla del mito de la virgen de Guadalupe y la Malinche, que constituyen dos emblemas imborrables de lo mexicano. Bartra dice que “un examen atento y desprejuiciado nos llevará a contemplar a la Malinche y a la virgen de Guadalupe como dos encarnaciones de un mismo mito original. Las dos Marías se funden en el arquetipo de la mujer mexicana.”[3] La amante de Cortés pasó a la mitología como doña Marina o con la corrupción de su nombre indígena: Malinche. En la tradición cristiana también hay un significativo paralelismo de dos Marías, la Madre de Dios y Magdalena. Marina Warner ha señalado que la Virgen y Magdalena son un díptico que expresa la visión patriarcal cristiana de la mujer: “En la arquitectura conceptual de la sociedad cristiana no hay lugar para una sola mujer que no sea una virgen o una prostituta.”[4]
Octavio Paz expone, en su apartado sobre la Malinche, en su Laberinto de la soledad: "Si la Chingada es una representación de la Madre violada, no me parece forzado asociarla a la Conquista, que fue también una violación, no solamente en el sentido histórico, sino en la carne misma de las indias. El símbolo de la entrega es la Malinche, la amante de Cortés. Es verdad que ella se da voluntariamente al conquistador, pero éste, apenas deja de serle útil, la olvida. Doña Marina se ha convertido en una figura que representa a las indias, fascinadas, violadas o seducidas por los españoles. Y del mismo modo que el niño no perdona a su madre que lo abandone para ir en busca de su padre, el pueblo mexicano no perdona su traición a la Malinche. Ella encarna lo abierto, lo chingado, frente a nuestros indios, estoicos, impasibles y cerrados."
El mito de la Malinche nos habla de su traición a la "patria", pero hay que recordar que no hay tal, ya que este concepto era inexistente en la época. Se habla de la conveniencia en su transformación, de que es la gran puta pagana, pero también se habla de ella como la madre de los mexicanos, esta divergencia nos expone de nuevo ante esa imagen del mexicano como un ser amorfo o con una falta de voluntad histórica para la metamorfosis que lo sacará de su estado larval, la Malinche fue convertida en la figura a la cual culpar, en la cual recae el pecado, el pecado original que es legado a todos sus hijos, y con el cual nos identificamos como nación reprimida por la culpa.
En la novela se habla también de la existencia de unos apuntes de Antonio Mixcóatl, un mestizo de linaje noble que habitó la casa de los ajolotes, y que recogiendo de la tradición oral y de documentos antiguos trazó su historia para probar su linaje a los españoles. La introducción de la historia de Mixcóatl es muy interesante ya que expone la naturaleza de los indios que no fueron extinguidos, se reconoce a estos como “ladinos”, los que no ofrecen resistencia sino que se amoldan para subsistir dadas las circunstancias. Volvemos otra vez al caso de la Malinche, donde ésta se tiene que adaptar para sobresalir en la nueva forma de mundo. Se dice que se adaptaron los que pudieron mentir, los que seguían los rituales de los españoles -y a escondidas continuaban con sus tradiciones-, los que aprendieron a ocultar su doble sistema simbólico.
Armando Ramírez traza un perfil de la identidad del mexicano basándose en sus mitos, los cuales nos llevan a realidades muy severas sobre nuestra condición histórica y actual. Incluso se llega a jugar con la idea naturalista de que somos producto directo de la mezcla de los ladrones, saqueadores y violadores españoles y los mentirosos, oportunistas y tranzas indios, lo cual nos lleva a ser una raza corrupta, que, al igual que la larva de la salamandra, se continúa preservando en su estado primigenio, y con muy pocas posibilidades de salir de su amorfismo.
[1] Roger Bartra, La jaula de la melancolía.
[2] Ibid.
[3] Ibid.
[4] M. Warner, Alone of all her sex.
La casa de los ajolotes (2000) es otra novela de tesis sobre la misma preocupación con el conflicto de la identidad amorfa del mexicano, pero es una novela que trata de sintetizar el pensamiento filológico-antropológico contemporáneo sobre el mexicano histórico, ese que ve en los símbolos de lo mexicano un reflejo de su carácter universal.
La casa de los ajolotes narra el encuentro del hijo abandonado con su padre, el joven y humilde reportero cultural con el poderoso narcopolítico que lo lleva a un peligroso viaje de iniciación en lo más pútrido de la corrupción de las altas esferas del poder, es la continuación por otra parte, como se menciona en la contraportada de la primera edición, de un mito que define a los mexicanos, el del hijo Juan Preciado y el padre Pedro Páramo, aquí el reencuentro, como era de esperarse, no da luz ni explica nada de la condición del personaje como individuo, en cambio lo sumerge en un mar de dudas y vacilaciones que lo llevan a sumirse en un estado de total inconciencia sobre su condición, algo que ocurre gradualmente hasta el punto de confundirse y ocupar, deterministamente, el lugar que le heredó su padre, cometiendo sus mismos actos inmorales y corruptos, los mismos que nunca pensó que cometería. Ramírez muestra su tesis de forma tan explícita que cae, sin que demerite en nada al texto, en ese determinismo casi naturalista que se observa en la configuración de la imagen poética final, donde el hijo se posesiona del lugar del padre:
"Rasqué mi pecho a la altura de la cabeza del ajolote, se asomaba por entre los ropajes del sin rostro, te daba comezón el tatuaje, revisé mi credencial del partido, tu foto era la misma foto de la licencia para manejar. Tú. Yo corrí las cortinas. Di una profunda fumada al puro. La noche le pareció oscura por dentro. Tú encendiste las luces de mi casa." (p. 226)
José Agapito es el narrador de su historia, y es en esta historia oscura, en donde a través de su padre llega a conocer el verdadero origen de su vida, quién fue su verdadera madre, por dónde corre la línea de su destino, y su pertenencia a un lugar marcado por el pasado histórico. La narración tiene la forma de la novela negra, con una estructura fragmentada en varios tiempos-espacios donde la memoria del narrador juega un papel preponderante, así como el desdoblamiento que lleva a cabo. La trama se va hilando poco a poco, y poco a poco vamos descubriendo, junto con el narrador-personaje, lo que se esconde detrás del misterio. Un mosaico que abarca desde la Colonia hasta nuestros días, y que sirve para explicar un rasgo de su identidad, y con ella la de todo un pueblo.
En La casa de los ajolotes la conformación de una identidad nacional supone la congregación de ciertos símbolos de lo mexicano, con la conciencia de que estos símbolos son una imposición arbitraria y sin mucho peso en la realidad, pero que son los mismos símbolos que se manejan en las diferentes culturas occidentales, como lo prueban los estudios de C.G. Jung, es decir, los símbolos no configuran el perfil del mexicano, pero exponen el carácter universal de la necesidad del hombre por crear ciertas imágenes para interpretar su mundo. Estos símbolos, no están caducos ni pasados de moda por no corresponder a la realidad actual o a ninguna, simplemente atienden a la necesidad de nombrar lo no nombrado, y evidenciar así parte de la psique de la comunidad que está oculta de otra manera. El carácter nacional mexicano sólo tiene una existencia literaria y mitológica.
El ajolote es ese anfibio mexicanísimo, cuya misteriosa naturaleza dual (larva/salamandra) y su potencial reprimido de metamorfosis permiten que pueda ser usado como una figura para representar el carácter nacional mexicano y las estructuras de mediación política que oculta. No sé exactamente cuando empieza a usarse esta metáfora, pero ya Alfonso Reyes hablaba de que los mexicanos son los anfibios del mestizaje: soportan todos los pecados de la modernidad, pero aún viven inmersos en la Edad de Oro.
El ajolote es la larva de la salamandra, la cual tiene la capacidad de reproducirse y así evitar la metamorfosis, creando así una nueva especie. Roger Bartra hace su ensayo de la identidad del mexicano basándose en la metáfora del ajolote, en él dice: "Siempre me han fascinado las primeras palabras del ensayo de John Womack sobre Emiliano Zapata: Este es un libro acerca de unos campesinos que no querían cambiar y que, por eso mismo, hicieron una Revolución. Nunca imaginaron un destino tan singular. En esto los axolotes son igual que los campesinos de Morelos; su resistencia a metamorfosearse en salamandras los obliga a una maravillosa revolución: a reproducir infinitamente su larvario primitivismo. De esta forma se produce una súbita transición, y se crea una especie completamente nueva."[1]
La imagen del ajolote tiene la virtud de la dualidad contenida en su ser y no ser, en su configuración como otra especie, en el ajolote se dibuja el misterio del Otro, “de lo diferente, de lo extraño; pero se dibuja en su forma primitiva, larval, esquemática: por lo tanto, aterradora en su sencillez. El axolote es una metáfora viva de la soledad.”[2]
La creencia de que el desarrollo de un individuo resume la evolución de la especie encuentra su versión paralela en la idea de que las naciones -como las personas- pasan por un ciclo vital completo (infancia, juventud, madurez, vejez y muerte). Las ideas de Jung sobre el inconsciente colectivo y los arquetipos son también una expresión del paralelismo mencionado. Así, pues, podemos trabajar con los símbolos individuales como representantes de la totalidad de la colectividad.
La novela juega constantemente con estos símbolos, los cuales no dejan de ser, por otro lado, realidades, al menos en la forma en que son presentados. José Agapito-Juan Preciado-Telémaco, por una parte, y Sóstenes San Jasmeo-Pedro Péramo-Ulises por la otra, arquetipos universales que revelan al individuo como tal y como integrante de la comunidad universal. Al igual que las representaciones míticas de Joyce en su Ulises, y las de Rulfo en Pedro Páramo, las representaciones míticas de La casa de los ajolotes corresponden a tipos reales, los cuales tienen la capacidad de sintetizar todo su entorno, por el hecho de desenvolverse en él.
Otro mito con el cual se explica la conformación de la identidad simbólica del mexicano es el de la madre, la virgen y la prostituta, otro mito universal, que en la novela encuentra su equivalente en el personaje de la madre abnegada, engañada y abandonada de José Agapito y su otra madre, la desconocida, si acaso la verdadera, la bailarina puta que se aprovecha de su belleza para recibir favores del preciso. Así mismo se halla aquí la semilla del mito de la virgen de Guadalupe y la Malinche, que constituyen dos emblemas imborrables de lo mexicano. Bartra dice que “un examen atento y desprejuiciado nos llevará a contemplar a la Malinche y a la virgen de Guadalupe como dos encarnaciones de un mismo mito original. Las dos Marías se funden en el arquetipo de la mujer mexicana.”[3] La amante de Cortés pasó a la mitología como doña Marina o con la corrupción de su nombre indígena: Malinche. En la tradición cristiana también hay un significativo paralelismo de dos Marías, la Madre de Dios y Magdalena. Marina Warner ha señalado que la Virgen y Magdalena son un díptico que expresa la visión patriarcal cristiana de la mujer: “En la arquitectura conceptual de la sociedad cristiana no hay lugar para una sola mujer que no sea una virgen o una prostituta.”[4]
Octavio Paz expone, en su apartado sobre la Malinche, en su Laberinto de la soledad: "Si la Chingada es una representación de la Madre violada, no me parece forzado asociarla a la Conquista, que fue también una violación, no solamente en el sentido histórico, sino en la carne misma de las indias. El símbolo de la entrega es la Malinche, la amante de Cortés. Es verdad que ella se da voluntariamente al conquistador, pero éste, apenas deja de serle útil, la olvida. Doña Marina se ha convertido en una figura que representa a las indias, fascinadas, violadas o seducidas por los españoles. Y del mismo modo que el niño no perdona a su madre que lo abandone para ir en busca de su padre, el pueblo mexicano no perdona su traición a la Malinche. Ella encarna lo abierto, lo chingado, frente a nuestros indios, estoicos, impasibles y cerrados."
El mito de la Malinche nos habla de su traición a la "patria", pero hay que recordar que no hay tal, ya que este concepto era inexistente en la época. Se habla de la conveniencia en su transformación, de que es la gran puta pagana, pero también se habla de ella como la madre de los mexicanos, esta divergencia nos expone de nuevo ante esa imagen del mexicano como un ser amorfo o con una falta de voluntad histórica para la metamorfosis que lo sacará de su estado larval, la Malinche fue convertida en la figura a la cual culpar, en la cual recae el pecado, el pecado original que es legado a todos sus hijos, y con el cual nos identificamos como nación reprimida por la culpa.
En la novela se habla también de la existencia de unos apuntes de Antonio Mixcóatl, un mestizo de linaje noble que habitó la casa de los ajolotes, y que recogiendo de la tradición oral y de documentos antiguos trazó su historia para probar su linaje a los españoles. La introducción de la historia de Mixcóatl es muy interesante ya que expone la naturaleza de los indios que no fueron extinguidos, se reconoce a estos como “ladinos”, los que no ofrecen resistencia sino que se amoldan para subsistir dadas las circunstancias. Volvemos otra vez al caso de la Malinche, donde ésta se tiene que adaptar para sobresalir en la nueva forma de mundo. Se dice que se adaptaron los que pudieron mentir, los que seguían los rituales de los españoles -y a escondidas continuaban con sus tradiciones-, los que aprendieron a ocultar su doble sistema simbólico.
Armando Ramírez traza un perfil de la identidad del mexicano basándose en sus mitos, los cuales nos llevan a realidades muy severas sobre nuestra condición histórica y actual. Incluso se llega a jugar con la idea naturalista de que somos producto directo de la mezcla de los ladrones, saqueadores y violadores españoles y los mentirosos, oportunistas y tranzas indios, lo cual nos lleva a ser una raza corrupta, que, al igual que la larva de la salamandra, se continúa preservando en su estado primigenio, y con muy pocas posibilidades de salir de su amorfismo.
[1] Roger Bartra, La jaula de la melancolía.
[2] Ibid.
[3] Ibid.
[4] M. Warner, Alone of all her sex.
2 comentarios:
Nací y moriré en mi amorfismo. Sin querer queriendo.
Caray, excelente análisis. Yo tengo un texto tmabién de la casa de los ajolotes, con respecto a los problemas de identidad, pero neta, después de leer el tuyo, no quiero volver a leer el mío.
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