DOS INTENTOS DE NARRACIÓN ANTIIMPERIALISTA

EZD


El mundo es la totalidad de los hechos,
no de las cosas.
-L. WITTGENSTEIN




La vieja cayó al suelo como si hubiera sido un tronco seco, hueco el sonido, chocaron sus huesos contra el piso de piedra y se oyó como si una rama se quebrara. Se quedó mirando el suelo, apoyada en un brazo, no se movió. Miraba el suelo de cerquita, luego sintió el golpe en la parte de atrás de la cabeza primero y contra el piso de piedra después. Fue un pisotón salvaje, brutal, como dicen los gringos. Fácilmente hubiera perdido el conocimiento, pero no, la vieja volvió a apoyarse en el brazo y volteó con la cara llena de sangre, y mejor hubiera sido que no volteara porque recibió en pleno rostro un marrazo que le hizo perder toda la nariz y parte de la boca, dejando un espacio asqueroso de carne molida y roja, y al recibir el segundo marrazo cuando se encontraba boca arriba –con lo que le quedaba de boca– todo su rostro se hundió contra su propio cráneo y pareció una calabaza estrellada con peluca blanca. Así murió esa gringa vieja el día de la inauguración del festival cultural de Álamos del año pasado.
Eran como las 11, salimos del concierto de Óscar Chávez como a las 10 pasaditas, unos manifestantes liderados por un panista, una vieja gringa y el curita del pueblo tiraron piedras desde atrás y una de ellas quebró un tambor de la batería, de suerte no golpearon a nadie, muchos cadetes corrieron, pero no miré si agarraron a alguien. Me iba a ir con el Rigo y el Vladimir a la casa donde nos estábamos quedando, para empezar a pistear, pero antes íbamos a cenar algo. El Rigo se fue a ayudarle a la Mónica, y el Vladimir se fue con el Ararat a poner unas mamparas en la plaza, yo me quedé con el Roberto a desmontar una parte del escenario para la mañana siguiente. Al terminar me fui caminando solo a la casa, se me olvidó la cena y la cheve, se me fue el rollo, salí del palacio municipal y me quedé viendo las casas viejas, altas, con sus ventanas grandes y puertas más grandes y bonitas, bien antiguas, coloniales, algunas casas pintaditas de vivos colores, colores mexicanos, la mayoría blancas, todas frescas y acogedoras, todas con patios centrales grandísimos y llenos de flores y árboles de frutas, todas de gringos, gringos viejos, asquerosos como sólo pueden ser las personas viejas de su raza, casi traslúcidos se les pueden mirar sus entrañas llenas de mierda gringa, gringos viejos que ni siquiera son gringos ricos, son gringos comunes y racistas, que después de chambiar toda su vida para el tío Sam y rendirle su tributo se vienen con sus ahorritos y se compran una casona colonial en Álamos, media playa en Kino y toda la bahía y las dunas de San Carlos. Mierdas de gringos cagones, white trash con dólares, que aprovechándose del pobre y sucio y corrompido y devaluado y corrupto peso mexicano se apropian de medio Sonora y el resto de México y el mundo.
Esto pensaba cuando veía las hermosas casas y calles empedradas que hicieron los españoles imperialistas, los hijos legítimos de la madre patria, de tu madre patria, tu puta madre que te ha hecho como eres, cuando de una de esas hermosas casas salió la calabaza esa, era la casa enseguida del callejón que salía al puente colonial que daba a la colonial casa donde estábamos quedándonos los del instituto, la vieja caminó hacia el callejón, yo no lo pensé, nomás caminé tras de ella, la agarré del cuello y le tapé la boca, la vieja se resistió, le di un golpe con el puño cerrado en mero rostro y se resistió menos. La llevé al puente y la tiré al canal. Cayó en la tierra y se quedó quejándose, entré a la casa –como éramos tantos siempre estaba abierta–, no había nadie, tomé un marro que estaba en el patio, en la leña también había un hacha, y me regresé al puente. La vieja ya se había subido a la calle y caminaba trabajosamente, la alcancé y ya saben lo que pasó.
Al día siguiente sólo se habló de eso. El Ararat fue el que encontró el cuerpo, puse aquel despojo infrahumano bajo el puente de donde no debía de haber salido, porque la tierra del canal es mucho más blanda que las piedras de la calle. El Ararat vio en la mañanita las machas de sangre en la calle y las siguió hasta el puente. Para estar tan seca sangró mucho, exageradamente, cuando salí a mirar el espectáculo del día, vi cómo había quedado el charco, ya tragada por la tierra la sangre la pintaba en un espacio como de 3 metros cuadrados y la vieja estrellada estaba en medio.

Así comenzaba aquella novelita violenta contra el intervensionismo estadounidense que traté de escribir después de los terribles[1] atentados del 11 de septiembre del 2001 en Nueva York y Washington. Yo estaba impresionado más que otra cosa ese trágico día, ver las torres cayendo en la pantalla fue realmente espeluznante.
Me levanté y mi papá estaba viendo lo del primer avionazo en una de las Torres, me dijo que en el Pentágono se había estrellado otro, yo no lo dudé un segundo, le dije que ahorita iba a ver otros, a ver cuantos había, él me dijo que quién sabe, que los gringos ya habían dicho que ya habían iniciado una operación para esos casos, no había terminado de hablar cuando en la televisión vimos prácticamente en vivo –de no ser por los segundos que tardan las microondas en llegar de Nueva York al satélite gringo y del satélite gringo al satélite mexicano y del satélite mexicano a la torre del Cerro de la Campana y de la torre a la antena de mi casa– el segundo avionazo, y se quedó cayado, y yo también.
La actitud asumida por el presidente estadounidense George W. Bush –un cobarde e ignorante sujeto, mimado hijo de papi, cristiano fundamentalista y mentiroso, un cretino con iniciativa como lo definió acertadamente Carlos Fuentes– me hizo entrar en ese caudal de odio hacia su administración, y reavivar el rencor hacia las cínicas administraciones pasadas.
Desde el Lejano Oriente, pasando por Medio Oriente, el Cercano Oriente y Europa hasta América Latina, desde Vietnam hasta Nicaragua, y desde Chile hasta Afganistán pasando por Kosovo y los Balcanes, Somalia y otra infinidad de países cuyos gobiernos son constantemente ninguneados por la “Unión Americana”, han sufrido la actitud belicista y paranoica de la nación más poderosa del mundo. No obstante, así mismo como han sufrido el fuego del armamento estadounidense, han tenido la oportunidad de defenderse gracias a las compras millonarias de superarmas mortales tanto de protección personal –pistolas automáticas, escopetas, ametralladoras, granadas de mano, bazukas y vehículos blindados– como para protección de la nación –armas de destrucción masiva, ya sea misiles inteligentes con reactores nucleares o de hidrógeno o químicas y bacteriológicas–, la mayoría producidas, coincidentemente, en Estados Unidos. Hay veces que el cinismo llega a ser tan sobrecogedor que lo único que me atrevo a decir es –¿quién era el que lo decía Manolín o Chilinsky?–: “fíjate qué suave”.
Es fácil llegar a la conclusión que muchas de estas guerras alrededor del mundo son simples pantallas para seguir con el negocio más redituable del mundo –seguido muy de cerca por el tráfico ilegal de drogas–: la producción de armas[2]. Ya todo el mundo está armado, gracias en gran medida al terror sembrado por las administraciones estadounidenses y su visión imperialista, que trata de tener un control global de la economía. ¿Pero no es eso demasiado maquiavélico? ¿No me han contagiado su paranoia los dirigentes gringos? Estas preguntas resultan superfluas si revisamos la historia de la política exterior de los Estados Unidos. La perpetuación de la doctrina Monroe y de los ideales blancos ha ido de la mano de la democracia a través de su desarrollo y su consolidación como sistema político en ese país. De hecho el sistema bipartita de la actualidad es un verdadero triunfo del conservadurismo liberal –neoliberal en estos tiempos–, ahora le tocó a Bush ser el malo, las próximas elecciones las pierde, gana el partido demócrata, la gente en Estados Unidos se siente satisfecha, y el resto del mundo continúa sufriendo su política exterior de siempre, invariablemente.
Es realmente indignante la forma de gobernar de esos hombres que sólo se dedican a seguir la flecha y seguir adelante sin interrumpir nunca la dirección ni el impulso de las políticas injustas que se perpetúan de administración en administración. Yo no sé cómo llamar la atención de esos seres, que casi literalmente –de no ser por los diferentes materiales– no salen de su torre de marfil. Ahí vemos en toda América Latina la sombra de la política gringa: el militarismo, el totalitarismo, el pánico absoluto a las políticas que no compartan la visión capitalista y su destrucción sistemática y su correspondiente baño de sangre, la desigualdad en la repartición de la riqueza –es mucho más fácil hacer negocio con una sola persona que con todo un país–, etcétera, etcétera, etcétera.
Un puñado de hombres que controlan la economía mundial muestra su apoyo al Tercer Mundo llevando sus conversaciones a los países más grandes de las diferentes regiones empobrecidas, América Latina y África sobretodo. Así vemos de tiempo en tiempo que se celebran cumbres en las partes más exclusivas de nuestros países. En Cancún, por ejemplo, se han mirado varias veces estos hombres, pero nunca resuelven nada, dicen que no se ponen de acuerdo, pero sospechosamente los líderes de esas reuniones son los mismos representantes de las mayores potencias del mundo, países cuyas economías se ven beneficiadas gracias a la estructura neoliberal y su explotación de esos pueblos llenos de recursos explotables y de pobreza.
Yo no sé cómo llamar la atención de esos seres. Benjamín Sachs el personaje de Leviatán de Paul Auster creía tener una idea, pero creo que al mismo Auster le debe parecer insulsa. Para Aníbal Quevedo, el de El fin de la locura de Volpi, sin buscar una salida al sistema llega por las vías de la pasión a enfrentarse a éste como guerrillero de izquierda, terminando con mucha más pena que gloria. José Agapito de los Hoyos, de La casa de los ajolotes de Armando Ramírez, pasa de ser un crítico del sistema político a ser un asesino a su servicio. Yo tampoco sé cómo llamar la atención de esos seres.

Michael Moore ha sido más efectivo, mucho más, pero la realidad es que pocos cuentan con los recursos para hacer campañas y producciones como las suyas y los que cuentan con el capital no lo hacen. En verdad creo que Moore es todo un ejemplo a seguir, yo también creo que la difusión de la verdad es el mejor camino para combatir los excesos de los sectarios en el poder. Él mismo expone que toda su obra, de excepcional calidad discursiva, se basa más en una necesidad práctica de justicia que en una necesidad artística, que en realidad odia lo que hace, que desearía no tener que hacerlo, pero alguien debe de hacerlo. Toda su obra ha sido y será una gran denuncia de los excesos del poder, de la injusticia del sistema económico y la deshumanización de la cultura de las armas.
Mi novelita pretendía hacer lo mismo. Pero después de un puñado de capítulos y media docena de asesinatos de viejos estadounidenses radicados en Álamos Sonora México, me di cuenta que mi objetivo se iba perdiendo poco a poco. ¿Qué ganaría con esa novela? Si la llegaba a publicar tendría que ser un verdadero éxito editorial para llegar a más gente, luego pensé en la paranoia gringa. Esta novelita sería una clara muestra de gringofobia, pues el personaje principal –y narrador– era un gringofóbico, y como es increíblemente común la creencia de que el narrador-personaje es el autor mismo de la obra, pronto vislumbré la inevitable censura en Estados Unidos y el veto a mi persona. Más pronto pensaba que el posible éxito que tuviera nunca sería suficiente para lograr algo importante. ¿Para qué escribir ficción si la realidad es más contundente? ¿Le funcionó a Auster, a Volpi y a Ramírez? No sé. ¿Cambiaron un poco el sistema? No. ¿Y sus personajes? Menos. Ellos fatalistamente asumen la insustancialidad de la literatura como instrumento político. Yo también lo asumo de manera fatalista.
Por eso deseché esa novelita, que había titulado simplemente Álamos, donde durante el XIX festival Ortiz Tirado este empleado del Instituto Sonorense de Cultura asesina sádicamente a seis ancianos estadounidenses. En ella quise presentar un escenario donde se llevaba al extremo la reacción causada por la postura de Washington. El narrador-personaje estaba bien familiarizado con la historia reciente de los Estados Unidos, había leído muchos artículos sobre ello –en Proceso principalmente–, durante la novela recuerda constantemente a los Balcanes y la cobardía y cinismo de Clinton y la situación en la Franja de Gaza. Aparte de odiar a los gringos, odia a los israelitas, por obvias razones –aunque podría odiar a todos los pueblos que quisiera–. De repente se descubre llamando a los israelitas “usureros asesinos” y “judíos de mierda”, a pesar de que no es antisemita. Es justo antes de la invasión a Afganistán y el derrocamiento del Talibán, él sabe lo que pasará, será territorio gringo y la gente ahora morirá principalmente de hambre y no de palizas y descargas de metralleta, pero sí, todavía morirán muchos más por las descargas, las minas y las palizas, la resistencia del Talibán en algunas regiones es muy grande, la lucha con el Ejército del Norte continuará mientras que los soldados gringos sólo cuidarán los pozos, así será de seguro, porque así ha sido siempre. La gente de Afganistán pasará de “un mal mayor” a “un mal menor” –como si tal cosa existiera-, y los gringos no moverán un dedo si no hay petróleo de por medio.
Cuando va a trabajar a Álamos se encuentra con que los gringos son los dueños de gran parte del pueblo, y de las casas más bonitas. También existe esa resistencia en contra de la celebración del festival cultural por parte de una lidereza gringa, un regidor panista y el cura –y esto es verídico, yo soy testigo, aunque parezca película cómica, yo estuve en el festival ese año y me tocó parte del ridículo ataque sufrido en el escenario por personas que seguían a estos tres personajes–. Eso le parece el colmo, el festival dura sólo semana y media, donde sí se consume mucho alcohol y a veces hay desmanes, pero si esto es México piensa indignado el personaje, si no quieres ver borrachos vete de aquí, aquí la gente es borracha y disfrutan viendo gente borracha, así convive. Los gringos no lo aceptan, el curita a quién le importa, y los panistas son ultraderechas y se dan golpes de pecho siendo igualitos a los priístas, esos se asustan y se callan, pero los gringos no. Por eso mató a la vieja y a los otros cinco ancianos.
Ya me ahorré una novela y les conté la tesis. El final no lo escribí pero pensé uno donde hiciera homenaje a nuestras honorables instituciones de justicia, donde el personaje citaba una nota del periódico donde se narraba la inevitable captura –después de tanto escándalo internacional– de “el asesino de Álamos”, como le apodó cariñosamente la prensa, quien resultó ser un pobre campesino de una ranchería cercana, también había aparecido en televisión, ya era oficial, estaba salvado, y probablemente regresaría el año que entra al próximo festival, si es que no lo habían prohibido los gringos.
Mi intención era hacer una especie de Violación en Polanco sobre la situación posterior al 11 de septiembre, en lugar del resentimiento histórico a la casta dominante, represora y explotadora –blancos ricos descendientes directos y sin mezcla de los españoles en la novela de Ramírez–, yo intenté representar el resentimiento histórico al pueblo que nos ha robado, saqueado, y pisoteado por varios siglos ya –muy parecidos en eso a nuestros padres gachupines–: los gabachos.
Mi novela era esencialmente una novela de tesis al igual que Violación en Polanco, La casa de los ajolotes, El fin de la locura y Leviatán, donde de ninguna manera se trata de presentar posturas generalizadas, sino que se tratan de casos extremos, donde existen motivaciones muy fuertes como la venganza, la desesperación, la frustración, el amor, la locura, etcétera. Pero qué van a entender eso los gringos, primero y antes que nada se van a sentir aludidos y luego sentirán una profunda ofensa y luego me querrán linchar. Está bien, tal vez para eso la escribí en primera instancia, para provocar una reacción negativa, retarlos en su mundo de paranoia para así ponerlos en evidencia. ¿Pero quién es ese se preguntarán ellos?, no es nadie dirán, y me destruirán, o al menos así procurarán, ¿pero por qué divago así?, ¿por qué me siento perseguido sin haberme nadie leído?, ¿por qué la paranoia es de tan fácil contagio?, ¿será por todas las muertes del mundo aparecidas en mi televisión y narradas por la prensa en las publicaciones que leo?, ¿será así de efectiva la propaganda armamentista que ya quiero mi M16 para protegerme de las posibles intervenciones estadounidenses a mi país –acuérdense que Washington no está muy contento con México–?, ¿será todo un plan para que la compre y la tenga siempre guardada?, de seguro luego sueltan otra vez al chupacabras y nos venden el nuevo modelo de UZIs chupacidas.
Así de condicionado me tienen para siempre pensar mal.
Cuando la deseché –principalmente por la evidente derrota que Auster, Volpi y Ramírez me auguraban– pensé en otras obras de ficción que hubieran sido reconocidas universalmente por su calidad narrativa pero sobretodo por su crítica a algún imperio o sistema social, y las opciones fueron obvias: 1984 de Orwell, Un mundo feliz de Huxley, Fahrenheit 451 de Bradbury, Nosotros de Yevgueni Zamiatin, Brazil de Terry Gilliam, THX 1138 de Lucas. Todas en mundos imaginarios con referencias directas a nuestras culturas.
Aunque es la menos conocida –fue escrita entre 1919 y 1921 y estuvo prohibida hasta 1988 en la URSS– Nosotros es mi preferida y la fuente de inspiración para que Orwell escribiera su obra maestra, así como debió serlo para Huxley aunque descaminado como era nunca lo reconoció. Yo también la usé como fuente de inspiración para la concepción de mi segunda narración antiimperialista, así como todas las demás antes mencionadas y en especial una novelita de Robert Silverberg llamada Estación Hawksbill.
Nosotros es una monumental crítica al comunismo soviético como sistema social y político práctico, una denuncia de lo que era y una advertencia de lo que podría llegar a ser. Creo que fue por esa novela que Zamiatin fue encarcelado, no estoy seguro –tengo pésima memoria–, pero él siendo un ideólogo comunista llegó a ser otro “peligro” más para el comunismo imperialista y ortodoxo, y éste decidió silenciarlo, encarcelándolo y censurándolo, vetándolo del exquisito –y soberano– ambiente literario de la Unión Soviética.
En Estación Hawksbill la crítica se centra en el otro imperio, el estadounidense. La “Estación Hawksbill” es una prisión sin muros en el pasado inmemorial, cuando apenas comienza la vida de unos seres transparentes y amorfos que son nuestros antepasados, hecha para presos políticos contrarios a la República Sindicalista o algo por el estilo, no recuerdo bien los nombres, el caso es que tenemos un nuevo sistema político y económico en Estados Unidos –y por lo tanto en el resto del mundo– después del colapso del capitalismo tal como la conocemos, existe una especie de revolución socialista, donde el resultado es una arcaica mezcla de socialismo y capitalismo. Este nuevo sistema se hace sistemáticamente más y más poderoso, más y más paranoico y más y más represor. Y a los que una vez lucharon contra la injusticia del capitalismo y lograron derrotarlo ahora son mirados con recelo por el nuevo aparato de defensa de la soberanía del nuevo sistema, si se les afigura algo lo mandan al pasado, y al más remoto.
Yo quise retratar un escenario similar, pero con una correspondencia más directa y más cercana. Mi novela inexorablemente también sería futurista, pero sería un futuro muy cercano –de hecho Silverberg trabaja con fechas que ya hemos vivido, al igual que Orwell–. Por eso mismo no quise trabajar con fechas, simplemente hice un escenario reconocible donde la frontera estadounidense fuera verdaderamente impenetrable[3] al resto del mundo, donde el sucesor de Bush halla terminado de hacer de su país una superfortaleza, con todo y muralla y compañías de soldados vigilándola cada 100 metros, la Franja de Gaza se quedaba diminuta en comparación con la frontera con el México más empobrecido y en crisis permanente de los tiempos de la consolidación del imperio gringo como imperio hecho y derecho y hasta con nombre de imperio –no, no es cierto, no le puse nombre, creo que en el futuro seguirán negando su evidente retraso ideológico, intelectual e histórico–. A continuación reproduciré un pequeño fragmento de aquel ineficiente intento de novela futurista:

Cuando se encontró con su pecho pegado al suelo ni siquiera pensó qué pasaba, se levantó y corrió. El miedo. Sólo pensaba en el miedo que sentía, ¿por qué? No hay problema, pensó. Si me agarran lo hago otra vez, sólo resistir el maltrato, sólo eso, el tubo eléctrico, su choque paralizante que llena todo el cuerpo de dolor expansivo e insoportable. No hay problema. Pero luego los golpes sin poder cubrirte siquiera cuando vean el tatuaje, el baño frío y la rapada, la vuelta a casa, luego otra vez a intentarlo. Pero antes de intentarlo otra vez y de soportar el castigo es mejor correr, como lo hace, hasta quedar sin posibilidades de perderse entre la multitud que de seguro habrá en el Parque Central. Sólo dos manzanas más. No se ven, pero deben de estar cerca, me vieron, creo que vieron que me tiré del carro, eran dos, de frente, me vieron, deben de estar atrás, vieron que me tiré cuando iba agarrando velocidad. Ya casi. Ahí está el parque. Hay gente, mucha. Muchos vehículos cruzan la gran avenida. Cruzarla. Muy lejos el puente, muy rápido pasan las filas de carros, no dejan de moverse. ¡Ahora! Rápido, rápidos, peligrosos, vienen y vienen y vienen más y se van, rápido, ya, por poco y ese... Llega al Parque y se trata de calmar al entrar en la multitud, mucha gente, calma, calma... calma, caminar tranquilo, sin levantar sospechas, hacia el centro comercial. A tomar el metro en la estación de arriba. Tal vez no me vieron, no se dieron cuenta. La gente pasa, viene y se va sin dejar de hacerlo. Sin dejar de hacerlo. Camina tratando de aparentar tranquilidad, tratando de no hacerlo tan rápido. Los nervios lo matan, tiembla, ahí, caminando solo en ese mar de gente que va y viene y va y viene. Tratando de cruzar el jardín gigante para alcanzar la entrada norte del centro comercial, unos pasos, unos pasos, la escalera eléctrica, la entrada, busca la estación. El metro. El boleto. El guardia verde... viene a mí, date la vuelta, sin levantar sospechas, sal, tengo que salir, viene a mí, no tan rápido, tranquilo, tranquilo. Corre, corre, sí viene a mí, ahí viene, no voltees, no voltees, no puede ser, no puede ser, no voltees, está corriendo tras de mí, deja de voltear. La gente se aparta horrorizada de su camino, cruza veloz el portón del centro comercial y sin dejar de correr baja la escalera eléctrica y sin pensarlo se mete en la avenida repleta de veloces carros que van y vienen e impactan sin más remedio, y vienen y vienen y se dejan venir y se van y se van.

Todo había terminado, el colegio ya había pasado. Comenzar de nuevo en otro lugar, buscar universidad, cambiar mi hogar, conocer nuevos amigos, conocer un chico, ¿extrañaría a estos dos que vienen conmigo?, son mis amigos, pero ya no los veré más, los dos son mis amigos: Kara y Bill, los futuros esposos. Sólo mensajes desde lejos, ¿para qué?, si casi ni hablamos. Nada más salimos nos drogamos y damos la vuelta. ¿Vamos a estar arriba en la máquina hablando a la distancia? Mira pasar veloces los señalamientos, y la gente detrás de ellos. Sus cabellos vuelan con el tibio viento.
-¿Por qué no subes la capota? –le puntea a Bill.
El vehículo da vuelta inesperadamente y su cabeza va a dar contra el vidrio de la ventana. Bill y Kara voltean asustados y lo miran con su cara de sufrimiento y con las manos en la cabeza. Los dos sueltan la carcajada, y él les pinta un dedo.
-Sube la capota -le ordena a Bill.
Un fuerte impacto estremece el vehículo y un bulto enorme vuela sobre sus cabezas hasta el asiento trasero, cayendo pesadamente a su lado. Primero no ve, no quiere ver. Pero en la milésima de segundo siguiente lo está mirando con horror.
-¿Qué es?, ¿qué es? –grita Bill mirando asustado al frente de la calle tratando de controlar lo mejor posible el vehículo. No puede decir nada y Kara que tiene los ojos clavados en el terrible bulto dice:
-Un hombre muerto.

Claro que pronto descubrirían que no estaba muerto, tan solo desmayado por el fuerte impacto. En esta novela tuve mucho la idea en mi cabeza de hacer algo parecido a Delicatessen y a La ciudad de los niños perdidos de Jeunet y Caro, en cuanto a la representación del tercer mundo, -que sería prácticamente todo el mundo afuera del imperio norteamericano-, donde la contaminación, la basura, la violencia, el hambre y la desesperación sean marcos comunes para la sociedad explotada y en decadencia. Pero al igual que en las post apocalípticas obras de Jeunet y Caro, la ironía y el humor jugarían un juego muy importante.
Cuando comencé su redacción estaba haciendo mi segunda lectura de Al filo del agua, y me sentí tan envuelto por ese ente narrativo que desgrana, engrana y desengrana las voces de toda una comunidad y su inconmensurable significancia, que tuve la puntada de atreverme a copiar el estilo de Yánez –con todo respeto para sus fans– pero en un tono más jocoso, por decirlo de alguna manera, nada vulgar, pero nada solemne, copiando sólo su solemne humor y sus matices más satíricos, porque quien diga que en Al filo del agua no hay sátira, y al por mayor, no ha leído una página de ese tremendo libro mexicano.
Claro que me vi muy pronto arroyado, atropellado más bien por la poética prosa de Yánez y sus colosales monólogos interiores y me tuve que refugiar una vez más en esa prosa que tanto quiero, que tanto me ha arrullado y de la que tanto he aprendido y fusilado, la del cronista de Tepito Armando Ramírez y sus entrañables novelas Violación en Polanco, Chin Chin el teporocho, Quinceañera, Me llaman la Chata Aguayo, Sóstenes Sanjasmeo, etc., etc., etc., que tanto me han conmovido. Claro que sin dejar de lado a la del catalán Juan Marsé. La prosa claro.
Dicho y hecho mi novela tomó forma, y al igual que en los cuentos de Borges eso sería de gran importancia para su comprensión. Quiero decir la forma, su estructuración escénica.
Dividida en cinco capítulos de tamaño variable trataba de contar la no historia, lo que no contaba, lo que no estaba escrito, como Wittgenstein pretendía. Pero al acercarme al final entendí, como creo que Wittgenstein en su Tractatus logico-philosophicus, que pretendí demasiado con tan poco, literalmente.
Después de que descubren que el hombre que va en el asiento trasero del vehículo no está muerto, lo auxilian, lo llevan a casa de uno de ellos y el hombre se repone del aturdimiento. Ahí les cuenta su situación de espía del lejano e incomprensible Tercer Mundo en el Imperio Norteamericano como se le llama cariñosamente. El hombre les platica las injusticias cometidas por el Imperio en que viven y su lucha por sobrevivir en el Tercer Mundo, él es una especie de pollero justiciero que ayuda a su gente a cruzar hacia el lado del Imperio, donde si no tienen el chip de identificación simplemente se les expulsa del territorio, claro que el hombre como buen tercermundista ya tiene chips piratas que inserta en las nucas de sus cruzados, y éstos pasan casi siempre satisfactoriamente como ciudadanos legítimos del Imperio, para él no sirve ningún chip pues ya ha sido expulsado en un par de ocasiones. Los otros tres chicos son ciudadanos de nacimiento del Imperio, recién graduados del colegio, en busca de una universidad, pronto sienten simpatía por el débil individuo que yace reposado en la cómoda silla imperial criticando su mundo en apariencia tan perfecto. Los tres están totalmente de acuerdo con el hombre, saben que el gobierno que los dirige está haciendo cosas malas, los tres le otorgan todo su apoyo y dicen que están dispuestos a ayudarlo en lo que necesite.
En el segundo capítulo traté la historia de la pareja que rescata al hombre, Kara y Bill, su historia de amor convencional y su vida inútil de provecho dentro del Imperio; en el tercero traté la vida del chico del asiento trasero, Thomas, quien es un junkie amigo de Kara y Bill y enamorado de éste, en este capítulo se vuelve a saber del hombre rescatado: los contacta para pedirles un favor; en el capítulo cuarto, en una sola escena no muy larga, nos encontramos en una reunión de un grupo de amigos en el campo, ahí se reúnen Kara y Bill con Thomas después de no verse en meses, éste último se queja de que el hombre lo ha buscado y que tal vez sea peligroso; el quinto se trata de otro encuentro entre la pareja y Thomas, esta vez en un supermercado y platican de cosas bastante irrelevantes, de cosas que nunca creí que escribiría jamás del champú, de coca cola, del MTV, de los Grammys, etc., puras babosadas, Thomas menciona que la inteligencia imperial detuvo al hombre que rescataron con cargos de conspiración contra el estado, terrorismo y tráfico ilegal de personas, lo vio de casualidad en Internet, luego se despide porque va a una cita con un tirador que promete mucho, con muy buena mercancía y reportada. Aquí se acabó mi novela.
Cuando leí el borrador sentí exactamente la sensación que busqué expresar cuando la concebí en mi cabeza: una gran desesperación y una consecuente frustración, pero en la lectura. Para mi desgracia, mi novela no era mala, era basura, y no “literatura basura”, basura basura, una aburrición total, mortal. Entendí porqué el Jardín de los senderos que se bifurcan es un cuento y no una novela. Mi novela aunque corta –apenas 85 páginas– parecía un cuento que se quedó en un letargo denso y pesado, parecía escrita por Guillermo Arriaga –quien al igual que Bush es cazador–, era pretenciosa y tonta, en el sentido que tiene el silly inglés, sin caer en lo vulgar, creo.


[1] Lo de “terribles” resulta bastante relativo en este loco mundo en que vivimos, pues para muchos millones de habitantes del planeta resultó un día triunfal, la consumación de una venganza largamente esperada, que quedaba todavía muy lejos de cerrar las heridas sangrantes que causan odios y rencores de generación en generación a causa en gran medida de la política intervensionista estadounidense. Aquí mismo en Hermosillo yo fui testigo de cómo muchos de mis compañeros celebraron la caída de las Torres Gemelas con tertulias etílicas, precisamente por ese rencor que ha sembrado en todo el mundo el gobierno estadounidense a lo largo de su historia como nación con sus políticas archicapitalistas e inhumanas hacia el resto de los habitantes del planeta -el Tercer Mundo en concreto-. Fue un espectáculo extrañamente –diabólicamente– de inmensa belleza simbólica para todos, fue más allá que una película hollywoodense, su obviedad resultó absolutamente perturbadora.
[2] Seguido del narcotráfico, el negocio bélico es el máximo aportador de recursos para el Fondo Monetario Internacional y por supuesto para los demás organismos internacionales. Según el Instituto de Estudios Estratégicos (IISS) de Londres, en 1998 se generaron 55,800 millones de dólares en el mundo por comercio de armas, correspondiendo a Estados Unidos la mitad de esa cantidad (49%). Además no deja de resultar irónico que los cinco países miembros del Consejo de Seguridad de la Organización de Naciones Unidas (ONU), sean los principales exportadores de armas en el mundo.
[3] El gobierno se jacta con su pueblo de que hacen todo lo posible para mantener a los emigrantes fuera de su país, pero lo cierto es que está en sus manos detenerlos, pero no son sus intenciones. California es el estado con más crecimiento económico en toda la Unión Americana, gracias a la mano de obra superbarata de emigrantes sin papeles, sobretodo de mexicanos y centroamericanos, a los cuales con una reforma migratoria sólo en el aspecto laboral serían beneficiados y se les haría justicia, pero a la economía anglosajona no le conviene cambiar su situación de ilegalidad aunque necesiten de su trabajo, pues tendrían que pagarles como a cualquier otro trabajador de ese país, en cambio los atacan y los señalan como los responsables del desempleo y de la inseguridad que supuestamente reina en las ciudades para perpetuar su situación de explotados. Tampoco pueden dejar de lado el tráfico de drogas, son demasiadas las divisas que entran a los bancos estadounidenses gracias al lavado de dinero con auspicio de Washington y sus leyes inexistentes para evitarlo, qué conveniente me va pareciendo todo.

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